Dr. José Manuel Rodríguez Pérez
Es innegable la maravillosa capacidad del ser humano para resignificar todo a su alrededor: convertimos los bosques oscuros en guaridas de brujas, espectros y ogros; a los gatos negros en enviados del infierno; y al ojo en un elemento poderoso capaz de llevar la enfermedad y la mala fortuna allí donde posa su mirada.
No creo ser el único que ha recibido pacientes afirmando que son afectados por el “mal de ojo”, lo que puede significar desde un orzuelo o una conjuntivitis, hasta glaucoma o retinopatía diabética. En primera instancia, podríamos atribuir esta creencia a la plétora de supersticiones que rondan nuestro país; sin embargo, escarbemos un poco más en el tema.
Podemos comenzar remontándonos cinco mil años atrás, a la cuna de la escritura y de la civilización: Mesopotamia. Ya en la tierra de los zigurats, este concepto era especialmente relevante; dado que se desconocía la relación entre enfermedades e infecciones bacterianas o virales, muchos padecimientos se atribuían a causas sobrenaturales. Además, el mecanismo visual también era un misterio, lo que llevó a la creencia de que los ojos emitían energía, partículas o rayos —como si del sol mismo se tratara— capaces de influir en el entorno. Este concepto es descrito por autores como Zacarías Kotzé bajo el término “teoría de la extramisión visual”.
La capacidad maligna de los ojos no estaba limitada a los mortales, sino que también las miradas de los dioses podían quemar, marchitar, reducir a cenizas, herir o destruir. Por ejemplo, Enlil, dios del viento y las tormentas, es descrito en textos mitológicos como capaz de devastar ciudades enteras con tan solo “mirar con maldad”.
Temerosos del mal de ojo, nuestros antepasados fabricaron diversos amuletos y fórmulas mágicas para contrarrestar sus efectos, incluyendo inscripciones protectoras en tablillas de arcilla y amuletos de piedras preciosas como el lapislázuli y la cornalina, consideradas eficaces contra la mala energía. Además, los textos sumerios contienen hechizos de exorcismo diseñados específicamente para neutralizar la influencia de miradas malignas.
Esta creencia no solo tenía un impacto religioso, sino que también influía en la vida cotidiana: los reyes y sacerdotes usaban talismanes como protección, los enfermos eran sometidos a rituales de purificación, y en el ámbito social y político, los enemigos podían ser acusados de lanzar miradas malintencionadas como forma de ataque espiritual.
La historia de esta maldición continúa con el pueblo hebreo, quienes tras ser obligados al exilio por los asirios, asimilaron la creencia del mal de ojo, conocido en hebreo como “ayin hará” (עין הרע). Esta idea se fusionó con conceptos previos ya presentes en la Torá y los libros sapienciales, como en Proverbios 23:6-7, donde se menciona el “mal ojo” en el contexto de la avaricia, y en Deuteronomio 28:54-57, donde se asocia con la envidia generada por la miseria extrema. Con el tiempo, la creencia evolucionó hasta considerar que una mirada envidiosa o malintencionada podía, de manera consciente o inconsciente, causar perjuicio a otros.
Para protegerse del “ayin hará”, se desarrollaron diversas prácticas y amuletos en la tradición judía. Uno de los más conocidos es el hamsa, una mano con un ojo en el centro, que se cree protege contra el mal de ojo. Este símbolo es común en el judaísmo sefardí y también en el islam, donde se conoce como la “mano de Fátima”. Además, es costumbre evitar hablar en exceso sobre posesiones valiosas o éxitos personales para no atraer la envidia. También se considera que los peces son inmunes al mal de ojo, por lo que su presencia en el hogar se cree que ofrece protección.
La antigua Grecia y Roma tampoco estaban fuera de esta historia: los helenos mencionaban el ὀφθαλμὸς βάσκανος (ophthalmòs báskanos), la capacidad de generar daño con la mirada, para lo cual desarrollaron diversos remedios: pintar ojos en las copas, para que el mal de ojo no avinagrara la bebida; escupir tres veces, para desviar la mala suerte; y el uso de amuletos como los nazar (ojos azules que han sobrevivido hasta nuestros tiempos) o figuras de falos.
Estos últimos, llamados en griego “phallos” (φαλλός), fueron adoptados por los romanos, quienes los llamaron “fascinus”. Tanto el símbolo como la creencia en el mal de ojo se difundieron ampliamente en la sociedad romana, al punto de que los generales colgaban estos amuletos en sus carros de guerra para que sus triunfos militares no fueran arruinados por la “invidia” (envidia).
Con la llegada de la era cristiana, las creencias sobre el mal de ojo fueron reinterpretadas en los Evangelios. En Mateo 6:23, Jesús menciona: “Pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará a oscuras”, asociando el “ojo malo” con una perspectiva corrupta o malintencionada. Asimismo, en Marcos 7:22, se enumeran pecados que provienen del corazón humano, incluyendo la envidia, que algunas traducciones han vinculado con el concepto del mal de ojo.
Dentro de la cultura gitana romaní, la creencia en el mal de ojo es tan fuerte como en las civilizaciones antiguas. Para los gitanos, el concepto de la “mala energía” transmitida a través de la mirada es conocido como “bibaxt” (desgracia) o “drab” (hechizo). Se cree que ciertas personas, ya sea de manera intencional o inconsciente, pueden causar mala suerte, enfermedad o ruina económica con solo fijar la mirada en alguien o en sus posesiones.
La comunidad gitana ha creado múltiples rituales de protección, como el uso de amuletos de coral rojo, cuentas de vidrio azul y símbolos de la luna y el sol. También es común que las madres escupan tres veces cerca de sus hijos o tracen signos de cruz en la frente de los recién nacidos para alejarlos de miradas dañinas. En algunas tradiciones, se llevan a cabo “lecturas de la suerte” con naipes o posos de café para detectar si alguien ha sido afectado por una mirada maliciosa.


La literatura también ha explorado la relación entre los gitanos y el mal de ojo. John Philippe, autor y estudioso de la simbología gitana, describió en sus escritos cómo dentro de la cosmovisión romaní, el mal de ojo no es solo una superstición, sino una fuerza que puede ser invocada o controlada por quienes poseen un conocimiento profundo de los secretos de la naturaleza. En su obra, Philippe presenta el mal de ojo como una manifestación de la voluntad humana, un poder que no solo destruye, sino que también puede ser revertido con los métodos adecuados.
A pesar del paso de los siglos y del avance del conocimiento científico, la creencia en el mal de ojo sigue vigente en muchas partes del mundo. En países de Oriente Medio, el Mediterráneo y América Latina, es común encontrar personas que aún llevan amuletos como el nazar o el hamsa para protegerse de las energías negativas. En algunos lugares, el concepto ha evolucionado hacia una versión más psicológica, donde se considera que la envidia de los demás puede afectar el éxito o la salud de una persona, aunque sin la necesidad de una explicación sobrenatural.
Incluso en sociedades donde la superstición ha disminuido, el lenguaje y las costumbres populares siguen reflejando la persistencia de esta creencia. Expresiones como “tocar madera”, “que no me echen el ojo”, o el uso de pulseras rojas en bebés y mujeres embarazadas, son ejemplos de cómo el temor al mal de ojo sigue influyendo en el comportamiento humano. En el mundo del espectáculo y el deporte, algunos atletas y celebridades recurren a rituales o símbolos para “protegerse” de la mala suerte, atribuyendo los fracasos o lesiones a fuerzas invisibles.
¿Es el mal de ojo una simple superstición heredada de tiempos antiguos o es una forma simbólica de representar la envidia y la influencia que otros pueden tener sobre nosotros? Tal vez, como explora John Philippe, la verdadera magia del mal de ojo no reside en la mirada misma, sino en el poder que le otorgamos en nuestra mente y en la capacidad de creer que algo tan sutil puede cambiar nuestro destino.
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